Así, muerta como estoy,
navego en los distantes países de mi memoria,
recorro las calles y las avenidas de mil recuerdos,
empolvados barrios de anhelos,
casas inundadas de palabras vacías,
ecos furtivos de besos que no di.
Doblo por la esquina de la avenida del olvido
y entro nostálgica a una tienda
abarrotada de ideas envueltas en celofán,
de latas con gritos contenidos,
de semillas de pensamientos,
de cajas oscuras con pasos agotados
nada está a la venta.
Salgo con cara de rejas y de cadenas,
prisionera del silencio, prisionera de las palabras,
sin posibilidad de fuga.
Recorro con desgana el viejo cine
que reestrena mi película de fatigas atrasadas,
de alegrías ingenuas y de reivindicaciones estúpidas.
Cine luminoso repleto de pardas almas insomnes
salgo deslumbrada de tan cruel oscuridad
de tantos conocimientos inútiles.
Los árboles del descaro están verdes como siempre
con un follaje tan intenso que tuerce sus gruesos troncos,
llevan siglos así y no se caen, no se caerán.
Y hoy, precisamente hoy he decidido no visitar a la duda,
perpetua vecina entrometida y necesaria,
enemiga número uno de la certeza y la verdad.
Y continúo así, con pasos pequeños y temerosos
y encuentro destrozado
el asfalto de ese sucio callejón en que te amé,
en el que compartí mis razones,
en el que encontré sentido al dolor,
en el que la felicidad tomó cuerpo de hombre y de mujer.
Aún rezan los infieles en el altar del pecado
que con tanto esfuerzo construí,
los niños juegan en la casa que está a punto de estallar
por el estruendo de sus alegres cancioncillas
que anuncian tempestades.
Y sin más vuelvo a diluirme en esta ciudad
poco generosa con sus visitantes
y el olor a humo me pone a llorar
y la inevitable remembranza de mis antiguas creencias
me arrancan carcajadas que espantan a cualquiera.
Y mientras el alba crece siempre por el sur
triste, nostálgica, irónica e iracunda insisto:
No quiero la libertad de morir
donde mi terrible humanidad decida
quiero la libertad de ser libre con los otros.
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